El beneficio de la duda

Guadalupe Loaeza

Para concederle el beneficio de la duda, decidí ir a ver a Florence Cassez a la cárcel de Tepepan. Lo hice a finales del mes de septiembre de 2010. No fui sola; me acompañó Guillermo Osorio, director de la revista Gatopardo, editor con la editorial Océano, del libro A la sombra de mi vida de reciente publicación, la versión en español del recuento de Florence de su detención, proceso y sentencia.

“Tienes que ir vestida de rojo, naranja o gris”, me advirtió Guillermo como parte de las reglas para las visitas en Tepepan.  Cuando llegamos a Xochimilco, era un poco después del medio día. Para entrar tuvimos que atravesar varias rejas, en cada reja hay un guardia y un requisito distinto. En una te piden la credencial de elector, en otra, te ponen un sello en la muñeca de la mano y en la tercera la ficha que te dieron donde estamparon el sello. Tuve que dejar mis anteojos negros porque no están permitidos.

Florence ya nos estaba esperando en la sala de visitas. Ella estaba con el escritor Juan Manuel Villalobos, discutiendo acerca del artículo que se acababa de publicar en la revista Letras Libres. Nos sentamos alrededor de una mesa de plástico, como muchas de las que había a lo largo y ancho del salón. Había muchas reclusas con sus familiares, todas ellas estaban vestidas de color azul que es el reglamentario. Una vez que Florence nos trajo un café que ella misma preparó en una cafeterita de plástico, nos pusimos a discutir la contraportada de su libro. Ella sugería ilustrarla con un dibujo que había pintado en su celda.

De pronto se puso de pie y fue a buscar todos sus dibujos. El que más le gustaba de todos era en el guash que mostraba la torre de vigilancia de Tepepan, vista a través de las rejas de su celda. “Esto es lo que veo diario”, comentaba con cierta resignación.

Confieso que me llamó la atención que Florence pintara; no por que  sus dibujos fueran particularmente artísticos, sino porque había encontrado un recurso para expresar lo que se siente estar en la cárcel. Tenían un estilo infantil, como si una niña hubiera pintado una pesadilla.

Finalmente, el editor guardó algunos dibujos para llevárselos a la diseñadora de la portada.  “¿Sabes que aquí en la prisión tienen tus libros. Ya he leído varios de ellos…”, me dijo Florence. Me dio gusto saber que mis libros podían acompañar a algunas convictas.

En seguida hablamos de la traducción del libro y de las precisiones que había que hacerle todavía particularmente a propósito de la escena de su detención y presentación ante las cámaras. Hay que decir que la versión francesa fue dictada, en buena medida, por teléfono desde la cárcel a un periodista del periódico La Voix du Nord, llamado Eric Duffart. Después de una hora y media nos despedimos. Me agradeció que fuera y al hacerlo me dio la impresión que este tipo de visitas son muy significativas para ella.

Guillermo y yo estábamos a punto de recoger nuestras respectivas credenciales cuando de pronto, escucho, desde el otro lado de una reja una voz de una reclusa que me dijo: “Lupita, yo conocí muy bien a tu mamá…” Me quedé de a cuatro… No supe qué decirle. Nada más le sonreí. Tomé mi credencial y me fui con un nudo en la garganta.

Meses después de mi visita a Florence apareció por fin su libro. Pienso que lo que mejor resume la actitud con la que debería de leerse es, sin duda, la siguiente Carta Abierta, que sólo aparece en la versión en español. Aquí la reproduzco

                  A todo México:

                  Hoy, 10 de abril de 2010, aquí, en el reclusorio femenil de Tepepan, trabajo sobre los últimos detalles del libro que tienes en las manos. Y escribo esta carta, que para mí, tiene una gran importancia.

                  Estas palabras están dirigidas a ti, a las mexicanas y los mexicanos.

Sólo te pido dos cosas: que me concedas el beneficio de la duda, al menos durante la lectura, y que leas sin prejuicios, sin ideas preconcebidas.

                  Hace algunos años no sabía nada de secuestros, o más bien, sabía lo que todo mundo sabe: que es un terrible flagelo para la sociedad mexicana, que arrastra las víctimas y a sus familias a un terrible mundo de angustia, miedo, desesperación, sufrimiento y, en algunos casos, muerte. Un mundo trágico.

                  Para mi gran infortunio, tuve que aprender mucho sobre la problemática de este horrible delito, no porque fuera yo una víctima de él, sino porque fui injustamente acusada de haberlo cometido.

                  Estudiándolo, he descubierto un mundo de ineficiencia, intereses y complicidades inconfesables, fabricación de pruebas, manipulación y corrupción. Siendo inocente estoy aquí, presa, mientras una gran cantidad de verdaderos secuestradores está libre y sigue haciéndole daño a la sociedad mexicana.

                  Tengo la esperanza de que mi caso sirva para despertar conciencias, para exigir a las autoridades eficiencia, transparencia y honestidad en su quehacer, es decir, aquello que tiene que ser guía de conducta para todo servidor público. Lucho, por supuesto, por mí, por probar mi inocencia, por mi dignidad, por mi país, pero también por México, por su sociedad, porque sé que hay otros casos como el mío: Ignacio del Valle Atenco, Jacinta Francisco Marcial, Teresa González, Alberta Alcántara, Guillermo Vélez —calumniado, torturado y asesinado— y tantos más. Es necesario que reflexionemos, pero sobre todo que actuemos para no permitir que esto siga ocurriendo. Algún día, un vecino, un amigo, un miembro de tu familia, tú misma, tú mismo, podría ser víctima de una situación así; cualquier ciudadano común, trabajador, decente, podría caer en este infierno. Actuemos para impedirlo. No es posible que un porcentaje abrumador de los crímenes cometidos quede impune y que de los pocos que son resueltos, una buena parte sea fabricando culpables.